Autor: Yoel Rivero Marín
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El silencio era abrumador, la majestuosidad del santuario hacía que padre e hija se perdieran dentro de tanto vacío, dentro de esa impactante soledad que los atrapaba. Ambos pedían a Dios, rogaban a Dios, imploraban que los protegiera, que les mostrara el camino que nadie como él les pondría adelante en ese momento.
PADRE - Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras: sea lo que sea, te doy las gracias.
NIÑA - Santo Ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.
PADRE -Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre.
NIÑA - Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la gracia y favor del Espíritu Santo.
PADRE - Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque tú eres mi padre.
En la plegaría les va la vida, la niña sorprendida busca la imitación, se sobrecoge con la tristeza que pesa sobre los hombres de su padre que busca respuestas. Ella vestida de blanco cual ángel cándido y soñador; él, triste, muy triste lleva en sus manos el sentido que Dios le dio, a la derecha un ramo de flores frescas, a la izquierda el peso de su labor. El rezo acaba y padre e hija, solos los dos, ya se disponen a entrar a la luz. Él con paso largo, ella corre, se apura por no apartarse de su lado nunca, vive a su imagen y semejanza porque para ella lo es todo.
Las risas de infinidad de niños contrastan con el silencio que envuelve a un padre y a su hija que transitan calles, parques, pobladas avenidas sin decir una sola palabra. Ella, niña al fin, pretende sumarse a esos juegos que toda la vida ha tenido por entretenimiento, él parco y veloz no le da un momento de respiro, la hace correr, jugar y partir. Sólo algo lo inquieta, sólo algo lo hace inmutarse y hasta detenerse: El tránsito. Pero al fin nada evita que prosiga ese camino aburrido de la vida que le ha tocado vivir. Resuenan en sus oídos las risas, risas de niños, niños y más niños que cruzan su camino una y otra vez sin notar que él existe. Se considera un simple mortal que es imperceptible para todos, pero sobre todo para esos niños que no es capaz de mirar, de disfrutar en cualquier momento, en el momento que tal vez más lo necesita. A su alrededor como planeta lleno de vida solo gira su hija, esa cándida y feliz que no escatima esfuerzos por hacerse sentir
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Necesito tus manos,
Para seguir bendiciendo.
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Hay quienes afirman que el fin justifica los medios. La vida de este hombre no parece ser comienzo, ni desarrollo ni fin. Encerrado en una pequeña habitación de seis metros cuadrados habita en comunión total con sus pensamientos, divaga, enloquece y asume el rol de su responsabilidad. En el cuarto una sola luz, una luz alegra y renueva cada momento, con ella el color, mejor dicho, la multiplicidad de colores que este hombre manipula e incorpora a su propio espacio físico, va tomando sentido. ¿Acaso él intentará imitar el reflejo de las flores en el espejo?
Ese es un momento sagrado para él, cada paso, cada color ha de ser en el lugar exacto y con un orden invariable. Ella no lo entiende, le divierte todo, lo imita todo, lo disfruta todo. Ese día está marcado y él lo sabe, cada minuto lo acerca más a su destino y él lo evita, pero el tiempo como espada de Damocles lo empuja hacia la luz.
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Necesito tus labios,
Para seguir hablando.
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La fiesta ha comenzado, las risas han ensordecido el lugar, los payasos han transformado el salón… ¿Los payasos? … Él ha quedado debajo del maquillaje, sus sentimientos, su tristeza, su pesada vida ha quedado encerrada en el interior de esa gruesa capa de maquillaje que hace reír a niños y más niños. De un lugar a otro va, correo, se lanza, se para de cabezas, hace las maromas más insospechadas, vive intensamente, se entrega a plenitud al desatino del momento. Pero eso solo lo hace el maquillaje, esa gruesa capa que lo manipula y mueve sus hilos para que sea capaz de interactuar con esos mismos niños que hace un rato esperaban en el parque para romper la piñata, esos mismos niños que no lo vieron pasar porque era un hombre triste, muy triste, prácticamente una sombra.
Todos se van, él comienza a romper con cincel y martillo la estructura de colores que lo ha dominado durante las últimas dos horas. Su hija está ahí, ella también disfrutó de la fiesta, le hace retumbar como campanas cada momento de alegría, cada gesto, cada rival en sus carreras y juegos, los dulces y guiños, el monte de pequeños que buscaron sus regalos en la piñata que él, mejor dicho, su coraza de colores, se encargó de romper oportunamente. Ahora le toca romper su propia envoltura, pero esta vez quien sale es un ser amargado y triste que no logra reflejar en sus ojos esa luz que le acompaña, esa niña llena de alegrías y recuerdos que es capaz de crear entre padre e hija un contraste difícil de explicar.
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Necesito tu cuerpo,
Para seguir sufriendo.
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PADRE - Está lloviendo sobre ti y sobre mí
y sobre todos los abismos de la tierra.
Esta lluvia borrará nuestra inocencia, y tal vez nuestra memoria.
No sé porque es solidaria y tenaz como la muerte,
Y como ella predice los fantasmas del hombre,
Y llega interminable y casta a sus dominios.
Pero la muerte como la lluvia no borra nada y deja intacto al hombre.
Sólo establece un veredicto:
Si fue bueno crece como la luz en los abismos, si fue malo,
Regresará al polvo mortal de donde vino.
Ha penetrado en su mundo, en un mundo lleno de preguntas, en un mundo con ausencia de respuestas. En ese universo inmenso y vacío él permanece inmutable. Algo tan absurdo como las páginas de Dios lo tienen ensimismado y de principio a fin el todo poderoso no le da ni una sola pista, no menciona la más mínima palabra que concuerde con su agonía. Él, rígido como estatua no ve más allá del círculo ártico que tiene los límites más lejanos en el borde exterior de sus pupilas. Ella, sigue corriendo, sigue divirtiéndose, sigue dándole luz a la inmensidad que sobrecoge el momento, pero tristemente no ha logrado sacarlo de tanta aflicción.
La ruta no es la palabra de Dios. Que se vaya bien lejos con sus oraciones y complejos de superioridad, él no es la respuesta y nunca lo será. Otros serán los caminos que ha de buscar este hombre para solucionar su pena. Sigue transitando con su pequeña orbitándolo y a la derecha un ramo de flores frescas, a la izquierda el peso de su labor.
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Te necesito,
Para seguir salvando
a los hombres, mis hermanos.
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Ha encontrado la paz, sus flores han llegado a su destino. En este espacio solemne se siente más a gusto. Cruces, mausoleos y pronunciados ángeles de mármol lo sobrepasan y lo hacen empequeñecer, ¡pequeño pero en paz!
Besa la lápida fría, acaricia con un amor indescriptible esas flores que hasta ahora no eran más que flores, coloridos objetos que acompañaban a una sombra. Se tornan vasijas de luz, tiernas palabras de un padre que no es capaz de encontrar explicación, ni consuelo, ni sentido, ni vida. ¿Cuántos años tendría en este día?... ¿8, 9, 10? … Si Dios existe es tan imperfecto como nosotros, tan cruel como nosotros los humanos cuando nos deshumanizamos.
Hoy ha dejado sobre esa lápida rígida y fría todo el peso del mundo que no le permitía caminar. Se va en paz, pero… ¿Encontrará sentido en las risas de esos niños que cada día lo esperan? Ella, su pequeña hija, su niña, su pequeña niña, sentada junto al ángel de la guarda le dice adiós, se alegra de las flores que le ha traído, son sus nuevos juguetes, sus nuevos regalos de cumpleaños. Le dice adiós con la misma alegría, la misma luz reflejada en sus ojos, esa que estará a su lado siempre. Lo acompaña con la mirada y lo ve partir, a él y a su sombra, o mejor dicho a su sombra.
FIN
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El silencio era abrumador, la majestuosidad del santuario hacía que padre e hija se perdieran dentro de tanto vacío, dentro de esa impactante soledad que los atrapaba. Ambos pedían a Dios, rogaban a Dios, imploraban que los protegiera, que les mostrara el camino que nadie como él les pondría adelante en ese momento.
PADRE - Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras: sea lo que sea, te doy las gracias.
NIÑA - Santo Ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día.
PADRE -Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre.
NIÑA - Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la gracia y favor del Espíritu Santo.
PADRE - Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque tú eres mi padre.
En la plegaría les va la vida, la niña sorprendida busca la imitación, se sobrecoge con la tristeza que pesa sobre los hombres de su padre que busca respuestas. Ella vestida de blanco cual ángel cándido y soñador; él, triste, muy triste lleva en sus manos el sentido que Dios le dio, a la derecha un ramo de flores frescas, a la izquierda el peso de su labor. El rezo acaba y padre e hija, solos los dos, ya se disponen a entrar a la luz. Él con paso largo, ella corre, se apura por no apartarse de su lado nunca, vive a su imagen y semejanza porque para ella lo es todo.
Las risas de infinidad de niños contrastan con el silencio que envuelve a un padre y a su hija que transitan calles, parques, pobladas avenidas sin decir una sola palabra. Ella, niña al fin, pretende sumarse a esos juegos que toda la vida ha tenido por entretenimiento, él parco y veloz no le da un momento de respiro, la hace correr, jugar y partir. Sólo algo lo inquieta, sólo algo lo hace inmutarse y hasta detenerse: El tránsito. Pero al fin nada evita que prosiga ese camino aburrido de la vida que le ha tocado vivir. Resuenan en sus oídos las risas, risas de niños, niños y más niños que cruzan su camino una y otra vez sin notar que él existe. Se considera un simple mortal que es imperceptible para todos, pero sobre todo para esos niños que no es capaz de mirar, de disfrutar en cualquier momento, en el momento que tal vez más lo necesita. A su alrededor como planeta lleno de vida solo gira su hija, esa cándida y feliz que no escatima esfuerzos por hacerse sentir
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Necesito tus manos,
Para seguir bendiciendo.
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Hay quienes afirman que el fin justifica los medios. La vida de este hombre no parece ser comienzo, ni desarrollo ni fin. Encerrado en una pequeña habitación de seis metros cuadrados habita en comunión total con sus pensamientos, divaga, enloquece y asume el rol de su responsabilidad. En el cuarto una sola luz, una luz alegra y renueva cada momento, con ella el color, mejor dicho, la multiplicidad de colores que este hombre manipula e incorpora a su propio espacio físico, va tomando sentido. ¿Acaso él intentará imitar el reflejo de las flores en el espejo?
Ese es un momento sagrado para él, cada paso, cada color ha de ser en el lugar exacto y con un orden invariable. Ella no lo entiende, le divierte todo, lo imita todo, lo disfruta todo. Ese día está marcado y él lo sabe, cada minuto lo acerca más a su destino y él lo evita, pero el tiempo como espada de Damocles lo empuja hacia la luz.
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Necesito tus labios,
Para seguir hablando.
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La fiesta ha comenzado, las risas han ensordecido el lugar, los payasos han transformado el salón… ¿Los payasos? … Él ha quedado debajo del maquillaje, sus sentimientos, su tristeza, su pesada vida ha quedado encerrada en el interior de esa gruesa capa de maquillaje que hace reír a niños y más niños. De un lugar a otro va, correo, se lanza, se para de cabezas, hace las maromas más insospechadas, vive intensamente, se entrega a plenitud al desatino del momento. Pero eso solo lo hace el maquillaje, esa gruesa capa que lo manipula y mueve sus hilos para que sea capaz de interactuar con esos mismos niños que hace un rato esperaban en el parque para romper la piñata, esos mismos niños que no lo vieron pasar porque era un hombre triste, muy triste, prácticamente una sombra.
Todos se van, él comienza a romper con cincel y martillo la estructura de colores que lo ha dominado durante las últimas dos horas. Su hija está ahí, ella también disfrutó de la fiesta, le hace retumbar como campanas cada momento de alegría, cada gesto, cada rival en sus carreras y juegos, los dulces y guiños, el monte de pequeños que buscaron sus regalos en la piñata que él, mejor dicho, su coraza de colores, se encargó de romper oportunamente. Ahora le toca romper su propia envoltura, pero esta vez quien sale es un ser amargado y triste que no logra reflejar en sus ojos esa luz que le acompaña, esa niña llena de alegrías y recuerdos que es capaz de crear entre padre e hija un contraste difícil de explicar.
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Necesito tu cuerpo,
Para seguir sufriendo.
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PADRE - Está lloviendo sobre ti y sobre mí
y sobre todos los abismos de la tierra.
Esta lluvia borrará nuestra inocencia, y tal vez nuestra memoria.
No sé porque es solidaria y tenaz como la muerte,
Y como ella predice los fantasmas del hombre,
Y llega interminable y casta a sus dominios.
Pero la muerte como la lluvia no borra nada y deja intacto al hombre.
Sólo establece un veredicto:
Si fue bueno crece como la luz en los abismos, si fue malo,
Regresará al polvo mortal de donde vino.
Ha penetrado en su mundo, en un mundo lleno de preguntas, en un mundo con ausencia de respuestas. En ese universo inmenso y vacío él permanece inmutable. Algo tan absurdo como las páginas de Dios lo tienen ensimismado y de principio a fin el todo poderoso no le da ni una sola pista, no menciona la más mínima palabra que concuerde con su agonía. Él, rígido como estatua no ve más allá del círculo ártico que tiene los límites más lejanos en el borde exterior de sus pupilas. Ella, sigue corriendo, sigue divirtiéndose, sigue dándole luz a la inmensidad que sobrecoge el momento, pero tristemente no ha logrado sacarlo de tanta aflicción.
La ruta no es la palabra de Dios. Que se vaya bien lejos con sus oraciones y complejos de superioridad, él no es la respuesta y nunca lo será. Otros serán los caminos que ha de buscar este hombre para solucionar su pena. Sigue transitando con su pequeña orbitándolo y a la derecha un ramo de flores frescas, a la izquierda el peso de su labor.
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Te necesito,
Para seguir salvando
a los hombres, mis hermanos.
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Ha encontrado la paz, sus flores han llegado a su destino. En este espacio solemne se siente más a gusto. Cruces, mausoleos y pronunciados ángeles de mármol lo sobrepasan y lo hacen empequeñecer, ¡pequeño pero en paz!
Besa la lápida fría, acaricia con un amor indescriptible esas flores que hasta ahora no eran más que flores, coloridos objetos que acompañaban a una sombra. Se tornan vasijas de luz, tiernas palabras de un padre que no es capaz de encontrar explicación, ni consuelo, ni sentido, ni vida. ¿Cuántos años tendría en este día?... ¿8, 9, 10? … Si Dios existe es tan imperfecto como nosotros, tan cruel como nosotros los humanos cuando nos deshumanizamos.
Hoy ha dejado sobre esa lápida rígida y fría todo el peso del mundo que no le permitía caminar. Se va en paz, pero… ¿Encontrará sentido en las risas de esos niños que cada día lo esperan? Ella, su pequeña hija, su niña, su pequeña niña, sentada junto al ángel de la guarda le dice adiós, se alegra de las flores que le ha traído, son sus nuevos juguetes, sus nuevos regalos de cumpleaños. Le dice adiós con la misma alegría, la misma luz reflejada en sus ojos, esa que estará a su lado siempre. Lo acompaña con la mirada y lo ve partir, a él y a su sombra, o mejor dicho a su sombra.
FIN
AQUÍ LA PUESTA EN ESCENA DE ESTE CUENTO, REALIZADA ÍNTEGRAMENTE EN SAGUA LA GRANDE Y POR SAGÜEROS.
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